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La primera novela de Andrea Abreu es uno de los debuts literarios más sólidos y arrolladores de los últimos tiempos

Llevo unos días fascinado con un libro. Uno de esos eventos literarios que no suceden a menudo y que solo se pueden recibir como un regalo. Una extensión de la propia vida y que me ha supuesto un reencuentro con esos orígenes que tenía guardados en lo más profundo de una gaveta.

Se trata de la primera novela de Andrea Abreu, Panza de burro (Editorial Barrett), todo un hallazgo. Un fenómeno. Una obra tan hipnótica y arrolladora como tierna y entrañable. Un relato sobre la amistad de dos niñas que es a ratos inocente e infantil, y en el que viviremos junto a ellas su paso hacia la adolescencia durante uno de esos interminables veranos canarios donde uno ya no sabe si la panza de burro, esas nubes densas que se instalan a menudo en la zona norte de Tenerife, auguran lluvia o el calor sofocante de agosto.

Abreu escribe y elabora meticulosamente su libro con una gran valentía y utiliza un estilo propio tremendamente original, experimental y atractivo en el que transforma palabras para transcribirlas como su expresión oral, a la vez que introduce decenas de términos del lenguaje canario, muchos de los que tantas veces utilicé en mi infancia, aunque en la capital, muy alejado de esos altos de Icod donde se desarrolla la historia. Además, se pierden en el lenguaje muchas mayúsculas o signos de exclamación e interrogación para construir un texto en el que lo importante es la oralidad. Las expresiones. Los sentimientos y las referencias culturales de un rincón de nuestra geografía tantas veces ignorado y olvidado en los medios, más allá de las grandes desgracias.

Y es la recreación de esos lugares, de esa habla y de ese imaginario la que me atrapó desde el primer instante y me consiguió trasladar a tantos recuerdos de mi familia. A mi abuela. A mi madre. A las noches de escuchar Aventura y Ráfaga y Elvis Crespo en el karaoke de Tacoronte. A la venta que iba con mi abuela a comprar el pan de matalahúva y los doscientos gramos de queso y jamón para el bocadillo de las mañanas frías laguneras. Todo eso se iba enredando en mi cabeza con cada nueva referencia, cada nueva palabra, cada página de ese trayecto narcótico, poético, rotundo y adictivo que conforman las páginas de Panza de burro.

Andrea Abreu. Foto: Álex de la Torre

La historia de estas dos niñas consigue enredarnos en lo que supone uno de los relatos de iniciación más entrañables y realistas que recuerdo. Nos roba sonrisas y emociona, pero también a ratos nos asqueará y nos dolerá hasta que llega un final que, como el clima que lo envuelve todo, nos dejará en ese espacio en el que no sabemos donde empieza el cielo y termina el mar. Dónde queda ese vulcán que siempre lo preside todo. Los miedos, las esperanzas, el futuro de dos niñas que solo quieren pasar el verano de la mejor manera posible, que entremezclan y confunden sus sentimientos y que intentan descubrirse a sí mismas y su entorno.

Pocas veces conecto tanto con un libro como me ha sucedido con este. Obviamente por la cercanía geográfica y verbal a lo que fueron mis primeros veintiún años de vida en la isla. Pero también ante la solidez literaria de un libro que, a pesar de lo que pueda parecer, también se puede leer desde lo universal, aunque no sepamos lo que es un fisquito, o nunca hayamos a escuchado a nadie decir chos o chacha o miniña. De hecho, los derechos para traducir el libro al francés acaban de ser comprados, y probablemente será el primer idioma de muchos.

El debut en la novela de Andrea Abreu es probablemente uno de los grandes acontecimientos literarios de este año. Un libro imprescindible. Una joya que, una vez terminada, se queda en nuestra memoria como un eco que viene y va por los barrancos y que nos abraza con intensidad para no soltarnos nunca más.

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