en Cine

The Road (La carretera): En el fin del mundo

Crítica de la versión cinematográfica de una de las novelas más desgarradoras de Cormac McCarthy

Escu­cho un carri­llón. Parece música de cuento de hadas. Espe­ranza sonora que intenta dis­fra­zar una reali­dad mucho más tétrica. Som­bras y des­aliento que ampli­fi­can la des­gra­cia. El fin del mundo. El cataclismo. No hay fue­gos arti­fi­ci­ca­les ni gran­des héroes de acción. Sim­ple­mente se trata del apo­ca­lip­sis más rea­lista, dolo­roso y asfi­xiante que se ha visto en la pan­ta­lla del cine en años.

The Road (La carre­tera), al igual que la fan­tás­tica y absor­bente novela –gana­dora del Pulit­zer en 2007– de Cor­mac McCarthy (No es país para vie­jos), es una pelí­cula sublime, pero tosca. Tan her­mosa y fas­ci­nante en las imá­ge­nes como repug­nante en el fondo. No es para menos, ya que la his­to­ria se ubica en un desolado pai­saje de unos Esta­dos Uni­dos post-apocalipsis o, lo que es lo mismo, la his­to­ria de un padre y su hijo. Dos de los pocos super­vi­vien­tes, que reco­rren la carre­tera con des­tino al Sur, como única espe­ranza para com­ba­tir el cre­ciente frío. En el camino, ten­drán que enfren­tarse a otros super­vi­vien­tes, que han hecho del cani­ba­lismo su forma de vida. De absurda y extraña vida.

Y es que la vida, en medio de las ten­sas cuer­das de vio­lín y la pie­dra tiz­nada, entre esque­le­tos de vehícu­los que antaño ser­vían de trans­porte y ahora sir­ven de cobijo, no es pre­ci­sa­mente lo que espe­ran los pro­ta­go­nis­tas. Correr de un lado para otro. Bus­car hasta la última migaja que les per­mita ali­men­tarse. ¿Es esto vivir? Pre­fe­ri­ría estar con mamá. Dice el chico bajo la lona roñosa de su lecho. Cuando la vida no es vida, para qué seguir luchando. Para qué seguir via­jando. Para qué vivir en un mundo como este, que ni es mundo, ni es nada.

La adap­ta­ción que del texto de McCarthy ha rea­li­zado Joe Pen­hall, es abso­lu­ta­mente plau­si­ble. A quie­nes hayan leído la novela no les decep­cio­nará pues por momen­tos está tan con­se­guida que incluso sen­ti­re­mos la sen­sa­ción de haber visto antes en nues­tra memo­ria esos res­tos de la civi­li­za­ción, mara­vi­llo­sa­mente foto­gra­fia­dos por el espa­ñol Javier Agui­rre­sa­robe, que hace un tra­bajo tan poé­tico como des­ga­rra­dor por el que muchos ya le ven en los pró­xi­mos Oscar. Se agre­dece ade­más la fide­li­dad con la que se han mantenido algu­nos de los diá­lo­gos, parte fun­da­men­tal del texto ori­gi­nal y que aquí, salvo alguna pequeña licen­cia, se ven exce­len­te­mente reproducidos.

El aus­tra­liano John Hill­coat (La pro­po­si­ción, 2005) firma una pelí­cula que es un sus­piro. Un último aliento. Un cuento oscuro, pero un cuento al fin y al cabo. Una his­to­ria ade­re­zada con las, a veces her­mo­sas y a veces tan asfi­xian­tes como la pro­pia acción, melo­días de la banda sonora. Un score magis­tral que Nick Cave y Warren Ellis dejan para la pos­te­ri­dad como mues­tra de que, incluso en los peo­res momen­tos, en medio de un mundo tan gris que hasta el mar ha per­dido su color, puede haber algo de luz. Algo de color en forma de melodía.

Entre pul­sa­cio­nes de piano y flash­ba­cks oní­ri­cos más angus­tio­sos que la pro­pia reali­dad, se nos mues­tra el deve­nir de los dos per­so­na­jes. El hom­bre, exce­len­te­mente carac­te­ri­zado por un dema­crado Viggo Mor­ten­sen por el que sen­ti­re­mos algo más que com­pa­sión y el chico, inter­pre­tado por el debu­tante Kodi Smit-McPhee, del­gado y a punto de la expi­ra­ción. Lán­gui­dos. Des­he­chos. A lo largo de un metraje que se sufre con una opre­sión en el pecho casi cons­tante. El dolor, el terror por el des­tino de los pro­ta­go­nis­tas. Esa deses­pe­rante impo­ten­cia por saber­les con­de­na­dos antes incluso de empren­der su titá­nico reco­rrido. Su lucha por inten­tar no ter­mi­nar con­ver­ti­dos en dos ani­ma­les más. Por seguir siendo de los bue­nos.

Car­to­nes como zapa­tos, plás­ti­cos como sába­nas. Cómo se llegó hasta este mundo desolado, al igual que en la novela, no lo sabe­mos. Por res­peto a la novela, en la que nunca se nos explica cómo se ter­minó la huma­ni­dad, la pelí­cula no mues­tra abso­lu­ta­mente nada de los suce­sos que des­en­ca­de­nan en la his­to­ria. Sólo se nos cuenta una his­to­ria de amor. De coraje paterno-filial. Un relato sobre la impo­ten­cia y, a la vez, la espe­ranza (muy pequeña, dimi­nuta) por salir del ato­lla­dero.

Y es la espe­ranza, a la que los pro­ta­go­nis­tas lla­man el fuego, la que hace una pequeña apa­ri­ción justo antes de que ter­mine la pelí­cula. Justo antes de com­pro­bar que el silen­cio sepul­cral que acom­pa­ñaba la prác­tica tota­li­dad de la pro­yec­ción se refleja ahora en la cara de los espec­ta­do­res, que aban­do­nan la sala casi tan páli­dos y des­en­ca­ja­dos como los pro­ta­go­nis­tas, pero con esa mirada de espe­ranza. Con la cer­teza de haber visto una de las mejo­res adap­ta­cio­nes lite­ra­rias de la his­to­ria del cine.

Publicada originalmente en la revista Koult.

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