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No paráis nos dicen, y yo cuanto más lo escucho más ganas me dan de moverme en la dirección que me lleve la vida

Hay algo en esta desescalada en la que estamos viviendo que me está devolviendo de forma improvisada, como en los viejos tiempos, a esos pequeños placeres de la vida en la ciudad. Siempre me gustó eso de vivir en el centro de Madrid. Con sus cosas terroríficas como el tráfico, la suciedad y el ruido incesante, también tenemos la libertad para, en algún momento dado, salir de casa y encontrarte en el epicentro de un montón de estímulos, de lugares a los que ir y de planes improvisados que completar. Al menos antes de que muchos planes requirieran la reserva previa.

Siempre pensé que este gusto nuestro por disfrutar de la vida que tenemos a nuestro alcance, mi esposo y yo, no hacía daño a nadie. Pero a veces me entran serias dudas cuando, cada cierto tiempo, surgen esas dos palabras que unidas consiguen que, aunque haya tomado un protector de estómago o solo haya comido una ensalada ligera, aumente mi reflujo y me arda todo por dentro hasta hervir cada uno de los fluidos del cuerpo: No. Paráis. No paráis. 

Es que no paráis, nos dicen. Y pienso que es cierto, que no paro. Pero no de tener una vida hedonista sino de trabajar, en primer lugar. De buscar clientes y proyectos desde que soy diseñador freelance (podéis contratarme). De crear. De preparar proyectos e ideas que muchas veces se quedan almacenadas en el disco duro de mi ordenador. Pero en realidad lo que me estorba de esos no paráis es su tono condescendiente. Como acusador. Como si aprovechar el tiempo que tenemos para realizar lo que nos hace felices fuese, en realidad, algo negativo. Algo que estuviera haciendo daño a la humanidad. 

Si los que me dicen eso tuvieran razón, mi vida sería más animada que la de cualquier estrella internacional. Me pasaría los días de viaje en viaje por el mundo, de local en local, de cena en cena y culminando cada noche con una gran fiesta en la que todos nos aplauden al pasar por una alargada alfombra roja en la que nos agasajan con todo tipo de regalos que merecemos como buenos vividores que somos. Hedonismos de sobremesa y césped de plástico.

Y que me lo digan ahora, justo cuando por fin estamos volviendo a recuperar espacios de normalidad después de tantos meses de encierro en los que no paraba. No paraba de estar preocupado, de sufrir ansiedad y de sentirme nulo ante la hoja en blanco o la pantalla vacía del Ableton Live ante la incapacidad siquiera de concentrarme en la lectura de un libro. De pensar que esto no se iba a acabar jamás y que no iba a poder recuperar los espacios que me permitían ser la persona que soy. No hablo únicamente de salir a pasear por los parques y de sentarme a tomar algo, que también. Me refiero especialmente a todos esos momentos de desconexión de las jornadas laborales que son los que luego ayudan a soltar lastre, alcanzar espacios de inspiración y ser mucho más creativo.

Por eso cada vez que escucho un no paráis de lo único que me dan ganas es de entrar en una máquina de movimiento perpetuo. Balancearme y agitar las extremidades y moverme de forma infinita e indefinida. Hacer exactamente lo que creen que hago y pasarme el resto de mi vida en movimiento incesante y perenne, un péndulo humano, un metrónomo de piel, huesos y grasa. La máquina definitiva del desenfreno. El resto solo son palabrerías.

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