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Recordando a Amy Winehouse en el aniversario de su muerte

Hay momentos que son imposibles de olvidar. Se quedan grabados en la memoria y flotan en una especie de limbo temporal que, de pronto un día, cuando descubres que han pasado ya un buen puñado de años, te impacta por lo reciente que sigue el recuerdo en tu cabeza. Me pasa esto con la efeméride del fallecimiento de Amy Winehouse, del que se cumplen hoy exactamente siete años.

Recuerdo que en aquel sábado soleado estábamos con Izaskun Gracia en una terraza de Berlín. Era nuestra primera vez en la ciudad y todo en aquel verano parecía efervescente y lleno de estímulos. De repente ella mira su móvil, nos mira y de sus labios se desprende una frase gélida: «que se ha muerto Amy Winehouse».

No nos lo podíamos creer porque, a pesar de que era algo así como una muerte anunciada con su espiral de autodestrucción retransmitida prácticamente en directo y la preocupación que había causado el que se convirtió en su último concierto tras el que se canceló toda su gira, en el fondo creo que todos queríamos pensar que algún milagro lograría salvar a la cantante británica de un dramático desenlace.

Los veintisiete. Esa edad tan extrañamente mortal para los mitos musicales. Cuando ella murió yo tenía veintiséis, y mi hipocondría me hizo pasar todos mis veintisiete pensando que cualquier día me sorprendería la muerte prematura. Pero obviamente yo no era una estrella musical como para entrar en ese club, y aquí sigo existiendo y escribiendo y diseñando y haciendo lo que me da la gana. Ni Kurt Cobain ni Janis Joplin ni Jimi Hendrix ni Brian Jones ni Jim Morrison ni Amy. Ninguno de ellos llegó a los veintiocho.

En el caso de la gloriosa cantante y compositora británica, es de agradecer que tuviera una extraña obsesión por documentar toda su vida en vídeos que iban desde ensayos, momentos de composición y crisis familiares hasta, inexplicablemente, esas sesiones en las que se drogaba junto a su marido. Todo ello formaba parte del estremecedor -a la vez que fabuloso- documental Amy (Asif Kapadia, 2015) donde veíamos la fragilidad de una artista y la concatenación de eventos, sucesos y personajes de dudosa actitud que fueron contribuyendo a su autodestrucción hasta el trágico desenlace.

Nunca pude verla en directo y probablemente fue lo mejor, teniendo en cuenta cómo eran sus conciertos. Su única actuación en España fue un errático y caótico recital en el Rock in Rio de Madrid en 2008. Su siguiente visita estaba programada para el verano de 2011, en el BBK Live, que canceló -junto al resto de su gira tras un desastroso (y preocupante) concierto en Serbia que se convertiría en el último de su carrera- un mes antes de su fallecimiento.

En aquella terraza de Berlín, un escalofrío gélido nos recorrió el cuerpo al confirmar que Amy ya nunca podría tener la oportunidad de recuperarse. Que nunca podríamos verla en un concierto. Que no tendríamos más discos como el glorioso Back To Black. Que ya no podría volver a componer. A seguir cantando como solo ella sabía. De conmovernos una vez más con la potencia de sus canciones y la melancolía oscura de sus letras.

Nos queda su música. Un legado que, con solo un pequeño puñado de grabaciones, ha entrado en la historia y que hoy, siete años después, sigue siendo tan sobrecogedora como siempre. Eterna.

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