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¿Sientes que estás perdiendo inteligencia? Quizás la culpa es de la contaminación

Ahora todo encaja. Dice un estudio escalofriante para los que respiramos cada día aire con enormes dosis de polución que estar sometido a esta contaminación produce una reducción en la inteligencia. De repente el leer este titular tan grandilocuente como aterrador de The Guardian me ha hecho entender todo.

Y es que a medida que voy creciendo y haciéndome mayor siento que mi cerebro es cada vez más tonto. Se me olvidan cosas absurdas, tardo segundos o incluso minutos en recordar el nombre de algo o alguien, me quedo absorto hasta recordar qué iba a hacer o voy tan perdido por la calle que ni veo los cambios que se suceden en los locales a mi alrededor.

Hasta ahora pensaba que era por culpa de nuestra dependencia de la tecnología, y de cómo nuestros teléfonos inteligentes han ido haciéndonos más tontos. Antes me sabía todos los teléfonos importantes de memoria, conocía incluso todos los números de mi tarjeta de crédito y era capaz de recitarlas sin problema.

Ahora, la tecnología almacena todos esos datos por nosotros y a mí me aterroriza pensar que cada día soy un poco más inútil y un poco más dependiente de los aparatos. Si a eso le sumamos la reducción de inteligencia que parece que produce el aire contaminado de Madrid y mi hipocondría, los escalofríos ya están asegurados.

En realidad, todo esto probablemente suceda por culpa del calor. Calor. Calor. Qué calor. Qué horror. Después de tanto decir lo bien que se estaba este año sin temperaturas elevadas, finalmente como una ola el ardor llego a nuestras vidas y las temperaturas llevan ya una temporada asando nuestras ideas, nuestra rutina y mis ganas de hacer cualquier tipo de actividad.

Luego están las personas que te dicen que están encantadas con los cuarenta grados a la sombra. Me las imagino en su casa con el aire acondicionado a dieciocho grados, envueltas en una manta tomando infusiones y mirando por la ventana con exaltación a los pobres ciudadanos sufridores que buscan una sombra bajo la que refugiarse.

Solo así entiendo que a alguien le pueda gustar esta época del año en la que el cerebro parece estar tan cocido como los pliegues sudorosos del cuerpo, en la que dormir se convierte en una misión que ni Ethan Hunt lograría superar con éxito. Si ya mi cerebro está atontado por la tecnología, la polución, mi hipocondría y todo aderezado con las neuronas sobrecalentadas, el resultado es un estado de atontamiento y cansancio perpetuos que me hacen desear que llegue el otoño.

En realidad, probablemente solo necesite vacaciones. Un parón. Un descanso. Un paréntesis entre tanta vorágine laboral. Volver y empezar el año (que para mí comienza el 2 de octubre) con un cambio de mentalidad y de paradigma. De momento, he dejado de beber.

Aunque mis queridos seguidores de Instagram no se lo creían, llevo cinco semanas sin probar una gota de alcohol y lo que iba a ser un paréntesis temporal creo que se va a convertir en un nuevo hábito. Tal vez así compense los efectos de la contaminación. Tal vez así mis neuronas tengan una tregua. Un alivio. Un futuro.

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