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Porque nunca sabemos cuándo será la última vez, hay que vivir todas ellas como si lo fueran

Queda poco más de un mes para que se celebre el festival de Eurovisión y creo que nunca había tenido tantas ganas de que llegara esa semana de luces, fuego, estribillos pop y purpurina. Miento. Tal vez en 2018 tenía las mismas o más ganas de que sucediera el evento.

Eurovisión se celebraba en Lisboa, probablemente lo más cerca que vamos a tener nunca el festival de Madrid. Ya desde que vi a Salvador Sobral coronarse un año antes en Kiev tenía muy claro que en 2018 nos tocaba ir por primera vez a vivir el festival en directo.

Unos meses antes comencé a notar unas molestias extrañas en la zona de la rodilla y decidí ir al traumatólogo. Tras dos resonancias por la falta de datos concluyentes, encontraron un voluminoso y extraño tumor en mi peroné izquierdo. “Te lo diré claramente, es un tumor. Tienes un 50% de posibilidades de que sea bueno y un 50% de que sea malo. Tienes que ir inmediatamente a oncología”.

Me pasé una semana de prueba en prueba, en todo tipo de máquinas ruidosas y en un quirófano donde literalmente me taladraron la pierna para comprobar si mi tumor era un carcinoma o -lo menos probable- una enfermedad rara denominada displasia fibrosa. Mientras esperaba los resultados, decidí despejar mi mente y sustituir la palabra cáncer por las actuaciones de los países participantes en Eurovisión. La incertidumbre por estar al día de cómo se movían las apuestas.

En esta vida no sabemos cuál va a ser el último viaje. El último festival, el último momento en el que podremos ver y disfrutar de la gente a la que queremos.

En medio de esa espera, en Semana Santa, fuimos unos días a Santander con unos buenos amigos. De pronto, mientras estábamos en un bar muy alternativo que habíamos encontrado por pura casualidad, me di de bruces con el que había sido mi primer amor. Un gaditano que vive en Mallorca y que de pronto aparecía frente a mí en pleno Santander, en un bar escondido al que habíamos llegado casi sin querer. Hablamos de la vida, de los huesos tumorosos y de los aparentemente siglos que hacía desde que no nos habíamos encontrado por el camino.

Me dio un pálpito y mi lado místico empezó a preguntarse el porqué de ese reencuentro. Mi faceta más dramática e hipocondriaca se planteó si era porque me iba a morir en breve y el universo quería reencontrarme con personas que habían tenido un papel importante en mi pasado o tal vez era todo lo contrario. Mi parte tranquila y serena pensó que a lo mejor solo era una forma de darme energía y fuerzas para enfrentarme a la situación.

A la vuelta del viaje el oncólogo me confirmó que la hipótesis más improbable se había cumplido y me dijo las dos mejores palabras de la historia: “es benigno”. De pronto toda la aceleración de pruebas y temores se frenó en seco. Era el lunes 7 de mayo, un día antes de que se celebrara la primera semifinal de Lisboa 2018. Dos días antes de coger el coche rumbo al festival de Eurovisión.

Ahora, en pleno 2021, sigo haciéndome pruebas para comprobar la evolución de mi peroné y también espero con ansias la celebración del festival. Tal vez porque no se celebra desde 2019. Tal vez porque ya son demasiados meses de crisis existenciales, de melancolía mental. Temores y vorágine. O tal vez porque todo estamos huérfanos de evasión. De liberación. De, simplemente, bailar y olvidarlo todo.

Al final de la fabulosa última película de Thomas Vinterberg, Otra ronda, Mads Mikkelsen se pone a bailar y a celebrar la vida en una de las mejores escenas que he visto en el cine en mucho tiempo. Icónico y despreocupado, su personaje baila sin pensar al ritmo de ‘What a Life’ de Scarlet Pleasure y me hace recordar las fiestas perdidas. Los bailes con los que celebré en aquel Eurovisión en Lisboa en el que mi cuerpo me recordó que quizás podía ser el último.

Porque en esta vida no sabemos cuál va a ser el último viaje. El último festival, el último momento en el que podremos ver y disfrutar de la gente a la que queremos. El anterior Eurovisión se celebró en Israel, donde hoy anuncian que se eliminan las mascarillas de las calles tras prácticamente completar la vacunación y parece un aviso de lo que nos sucederá en unos meses.

Cuando por fin podamos salir a las calles, no solo a tomar cañas en una terraza, sino a bailar y celebrar que se acabó el terror y que volvemos a ser jóvenes y estar vivos. Solo quiero que llegue ese día de poder replicar a Mikkelsen y que mi cuerpo ofrezca un fastuoso “que te den” a todas las crisis acumuladas.

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Comentario

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  1. Espero que todo esté superado y vivas sin miedo.
    A mí me pasó algo similar en diciembre del año 2016, pero mi tumor estaba alojado en la cabeza, debajo de la Silla Turca, era malo, y sin opción de intervención quirúrgica posible.
    pasé por quimio y después de muchos ciclos de quimio, que me afectaron a la vista y a la voz, a día de hoy, el tumor sigue ahí, no ha cambiado nada, pero he aprendido a vivir sin miedo y siempre preparado para lo peor.