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Los recuerdos siempre están ahí, esperando una efeméride para salir a flote

¿Cómo medimos los momentos más importantes de nuestra vida? ¿De qué manera regresan y cuándo nos damos cuenta de que han pasado ya quince años? Quince años. Ayer era San Patricio, y eso significa que hace tres lustros que a estas horas estaba preparando mi regreso a Tenerife después de pasar una temporada en Londres que cambiaría mi vida para siempre.

Suena a tópico pero literalmente es lo que sucedió cuando, después de una de esas crisis de juventud y absoluta desorientación, me ofrecieron de forma precipitada una beca para realizar un mes de prácticas de magisterio en la capital británica. Gracias a esa experiencia, que ya de por sí sería increíble para cualquier persona desacostumbrada al mundo, lo era aún más para un joven canario que apenas había salido de la isla a algunos rincones de la geografía española.

Londres me abrió la mente, me cambió la forma de ver las cosas y de pronto me sentí madurar y decidir que estaba perdiendo el tiempo al sufrir por cosas absurdas. Gastando horas en buscar reemplazo para sentimientos que son imposibles de retocar, pues por más que intentemos maquillar los finales, estos siempre van a perecer o, como mínimo, metamorfosearse en algo nuevo, diferente (y muy moderno).

Todo eso empezó hace exactamente quince años y me cuesta creerlo, quizás porque tengo recuerdos mucho más vívidos de esos días de 2006 que de las escasas actividades en las que la pandemia me permitió participar la semana pasada. Cosas de la mente que siempre se debate entre ser nuestra mejor amiga y compañera y esa enemiga que solo quiere vernos en el mayor de los hundimientos.

Hoy todo es diferente. Vivo en una gran ciudad hace bastante tiempo, tengo a mi lado a la persona con la que he decidido compartir la vida y las experiencias y, de pronto, mirando atrás, me doy cuenta de que llevo desde 2019 en una suerte de crisis que no parece terminar nunca. He encadenado una crisis existencial y espiritual con un susto de salud, un despido, la posterior frustración por los planes y proyectos minados gracias a una pandemia global que ya se estira demasiado como para no acabar minando los ánimos a cualquiera.

Y sin embargo aquí estoy, nostálgico perdido, reordenando recuerdos de aquel 2006 donde me descubrí a mí mismo y me di de bruces con todo lo que me hacía persona. El año en el que encontré al amor de mi vida que aún hoy sigue dándome calorcito en la cama y corazones en el WhatsApp. Descubrí, en el fondo, lo que significa la vida y la manera de la que quería estar en el mundo. Decidí además que nunca me iba a rendir, que seguiría adelante con mis sueños, enfrentándome a los problemas con serenidad y buscando salidas cuando los callejones se tornaran estrechos, dejándome llevar por las sorpresas y aventuras que el universo depara a quienes se dejan mecer por sus ondas gravitacionales.

Y aunque los altibajos siguen y hay días en los que siento que ya pocas cosas tienen sentido en un mundo que no se puede disfrutar y explorar, un mundo en el que todo lo que me hacía ser yo mismo parece desvanecerse por minutos, hoy la nostalgia ha decidido darme una tregua calentita y abrazar la melancolía que me invade en efemérides como la de hoy. Esos días en los que abrazo los melocotoneros de Rufus Wainwright y recuerdo que estoy vivo. Que tengo la suerte de poder estar ahora aquí, frente a la pantalla tecleando unos pensamientos reflexivos y planteándome compartirlos con quien quiera leerlos.

Hace quince años que empecé a pasar de ser un jovencito a la deriva de sus pensamientos y desorientaciones al hombre que soy ahora. En esta persona que de vez en cuando decide asumir la añoranza y dejarse mecer por esos sonidos que a veces nos devuelven a aquellos tiempos en los que la vida era justamente eso. Vida.

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